Colin O’Bannon (Agente Federal) – Toño
Liam McMurdo (Mecánico de Día, Conductor de Noche) – Soler
Thomas Connery (Infante de Marina Retirado) – Bea
Greg Pendergast (Escritor Difamado) – Jacin
Annie O’Carolan (Cazadora de Libros) – Sarita
Angus Lancaster (Arquitecto Masón) – Garrido
MdN: New York (18) El Hotel Chelsea
El teléfono en casa de Greg Pendergast comenzó a sonar de forma estridente, pero el periodista, que se había pasado toda la mañana esperando esa llamada, lo cogió antes de que el primer tono hubiera concluido.
—Pendergast… ¿eres tú? —preguntó la voz al otro lado de la línea. Greg entrecerró los ojos.
—Sí… ¿Quién llama?
—Soy Elias. Ya… ya estoy en Nueva York.
—Estupendo. ¿Has tenido buen v…?
—Yo… tengo que verte… Urgentemente… Según bajé del barco estuve investigando y… Tengo que verte. ¿Has seguido las instrucciones?
—¿Sí?
—¿Están aquí? ¿Todos? No he podido contactar con Annie.
—Se fue a la biblioteca a primera hora de la mañana para…
—¡Espera! —Le cortó Jackson. Greg escuchó cómo Elias soltaba el teléfono y los sonidos de movimientos brucos—. Espera, un segundo… sí… Sí, todo va bien, sí. ¿Entonces están todos aquí?
—Sí, estamos todos aquí, nos hemos reunido como nos pediste y…
—Bien, muy bien. Apunta. Hotel Chelsea. Habitación 410. Dentro de una hora.
—Pero, Jackson…
—De acuerdo. ¿Están todos?
—Sí, Jackson, están todos…
Y Jackson Elias colgó el teléfono.
En media hora, Greg Pendergast estaba montado en el Packard Twin Six de Liam McMurdo, junto a un aturdido Thomas Connery que miraba por la ventanilla al nubloso cielo de Nueva York, a Angus Lancaster que se apoyaba en el bastón estoque que tenía entre sus piernas, y a Colin O’Bannon que ojeaba una carpeta con documentos.
—¿Sólo te dijo eso? —preguntó Angus.
—Como lo oís… estaba… como paranoico —comenzó Greg, preocupado—, nunca le había oído así.
—Vamos a llegar al hotel veinte minutos antes de la hora que te pidió —comentó McMurdo, apretando el claxon de su coche para espantar a un taxi que intentaba bloquearle el paso.
—¿Descubres algo nuevo en el informe que sus compañeros federales te han dejado sobre Roger y Erica Carlyle, Colin? —preguntó Angus, mientras el pelirrojo se encogía de hombros con gesto torcido.
—Poca cosa. La familia Carlyle invirtió bien durante la primera guerra mundial: transportes, munición, exportaciones e importaciones. Por eso son ricos, aún a pesar que el primer Carlyle en llegar a EEUU fuera el hijo ilegítimo de un noble de Derbyshire, deportado desde Inglaterra por conducta impropia y desesperada. Se llamaba Aberdare Vane Carel…
—Vane —murmuró Thomas.
—Carlyle no tiene antecedentes policiales porque sus abogados, entre ellos el tal Bradley Grey, eran brillantes. Le han librado de un juicio por paternidad, han suavizado sus varias expulsiones de universidades, acusaciones por desorden público, conducta impropia, lascivia, vagancia, que nunca llegaron a ningún sitio. Estuvo en rehabilitación con dieciocho y con veinte años.
Thomas soltó una cascada risita y Liam pegó un volantazo, apretando el claxon y maldiciendo a otro taxi. Colin continuó:
—De Erica no hay gran cosa. Todo lo relacionado con ella es legal. Sí, tiene pinta de ser una perra estirada y dura como el acero, pero siempre correcta de cara a la galería… lo único turbio que la rodea es Joe Corey, su guardaespaldas. Un tipo duro que trabajó para un mafioso local y que es muy efusivo quitándole de encima pretendientes indeseables.
—Poca cosa.
—Sip —afirmó Colin—. Sus acciones mejoraron en cuanto certificó la muerte de Roger Carlyle y se hizo con el control de la empresa.
—Ya estamos —informó Liam McMurdo.
El coche frenó frente a la puerta del hotel, un imponente bloque gris cemento de seis plantas, cuya entrada principal disponía de una larga alfombra roja que recordaba a una lengua sangrienta desplegada ante una oscuras fauces que les esperaban para devorarles.
Todos, se bajaron del coche. Liam llevaba la palanca en la mano y Colin le agarró del hombro, antes de que alguien le viera.
—¿Se puede saber a dónde vas con eso, muchacho? —aunque Colin lo sabía. Todos sentían esa electricidad, ese zumbido en los oídos, que les avisaba que algo no iba bien.
Liam boqueó intentando contestar, pero Colin negó con la cabeza y le indicó que volviera al vehículo.
—Busca donde aparcar —le informó al conductor—.Y quédate en el coche con el motor encendido.
—Por si tenemos que salir corriendo —se convenció Liam—. Daré una vuelta alrededor del hotel para… reconocer el terreno.
—Bien me parece.
—¿Esperamos al resto? —preguntó Greg. Colin negó con la cabeza mientras oteaba el edificio. Nubes grises, preñadas por el humo de las fábricas, navegaban por un cielo encapotado que deprimía el ambiente.
—Qué os parece si Greg y yo vamos hasta la habitación de Jackson… como avanzadilla —recomendó Angus. Colin asintió mientras su mirada vagaba por el edificio, hasta un callejón en el lateral derecho del hotel, donde una amplia escalera de incendios de metal negro, recorría toda la pared.
—Correcto. Thomas y yo subiremos por las escaleras de incendio hasta la cuarta planta.
Se dividieron. Angus y Greg entraron en el hall, ignoraron las solícitas sonrisas de los recepcionistas y fueron directos hasta uno de los dos grandes ascensores, donde un joven botones, de unos quince años, todo sonrisa y pecas, les preguntó por su destino.
—Cuarta planta —contestó secamente Greg, echando de menos su bate de baseball. Acarició la navaja que llevaba en el bolsillo de la gabardina. Angus se apoyó en su bastón, la funda del estoque que siempre le acompañaba.
En ese momento, Annie O’Carolan llegó al Hotel Chelsea.
Su laboriosa mañana en la Biblioteca sólo había dado con un dato, aunque ella lo consideraba significativo. Buscando información sobre pirámides asimétricas, la sacerdotisa africana M’Weru, grandes esferas amarillas y la extraña figura con la que Carlyle hablaba en sueños, había descubierto una extraña y temida figura de una oscura y poco documentada época de Egipto: Una poderoso brujo al que se conocía vulgarmente como, El Faraón Negro.
Annie, con su mejor sonrisa, preguntó a los recepcionistas por la habitación 410 y, mientras esperaba al ascensor, comprobó en su bolso el estado de su pistola Luger P08. Al mismo tiempo, el joven ascensorista abría la puerta para que Angus y Greg salieran al pasillo de la cuarta planta, Colin y Thomas subían por las escaleras hasta el segundo piso y Liam aparcaba cerca de un callejón donde encontró un coche sospechoso.
Todos los Finns tenían un mal presentimiento mordisqueándoles la nuca. Algo, un sexto sentido que les avisaba que algo malo iba a pasar.