MdN: New York (30) Trajes de Alquiler

Madame Loconnelle (Buscavidas y Adivina)                                  –             Hernán
Colin O’Bannon (Agente Federal)                                                    –              Toño
Liam McMurdo (Mecánico de Día, Conductor de Noche)           –              Soler
Thomas Connery (Infante de Marina Retirado)                             –              Bea
Greg Pendergast (Escritor Difamado)                                              –              Jacin
Jacob O’Neil (Detective Privado y Alcohólico)                               –              Raúl
Annie O’Carolan (Cazadora de Libros)                                             –              Sarita
Angus Lancaster (Arquitecto Masón)                                              –              Garrido

 

Los Finns se reunieron en la habitación de Angus Lancaster, donde el arquitecto les esperaba junto al mejor sastre de la ciudad.

—Esta noche vamos a una fiesta de gala, muchachos —dijo Angus—. Y no vais a llegar a la fiesta oliendo a clase obrera. Diwert dispone de un amplio catálogo de esmóquines de alquiler y seguro que encuentra un par de modelitos para que Annie no parezca sacada de una biblioteca y Patry Nelly parezca… bueno, para que Nelly se parezca más a Patry y menos a Nelly.

Mientras les tomaban medidas y se probaban trajes, Greg Pendergast ojeaba por encima un periódico que había tomado de la recepción del Grand, el Pillar Riposte. En él, había un extenso artículo sobre la muerta de Jackson Elias a cargo de una tal Catherine Butchfiel, en la que la periodista afirmaba que el caso de Elias podía estar unido a ciertas muertes rituales ocurridas por todo Nueva York en los últimos meses y atacaba con dureza la inoperatividad del departamento de policía y su investigador a cargo, el Teniente Martin Poole.

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Angus, que no necesitaba ningún traje ya que disponía de una amplia colección de fracs, también aprovechó para leer el libro estrella de Jackson Elias, Los Hijos de la Muerte, quedando impresionado por la manera en la que Elias exponía sin miramientos las criminales costumbres de los Thug de la India. Mientras que Annie y Greg parecía que querían olvidarse de Jackson Elias, para no revivir su muerta, Angus cada vez se obsesionaba más con el escritor que habían asesinado de forma tan despreciable, y su instinto de justiciero rugía en sus entrañas, pugnando por salir.

El tal Diwert lo había conseguido. Greg disponía de un espléndido esmoquin que resaltaba su espigada figura. Liam, tan reconocible por sus quemaduras en cualquier lugar, lucía un buen traje con el que parecía un genuino chófer de la clase alta. Uno feo, pero chófer al fin y al cabo. Jacob y Thomas lucían el mismo traje que les daba el aspecto fiero de una pareja de guardaespaldas. Y Annie y Patry lucían dos hermosos vestidos, azul la morena, verde la pelirroja, con los que sin duda pasarían por chicas de la clase alta.

Colin se había mantenido al margen. Sabía que su nombre y su llamativo aspecto (bajito y pelirrojo) le habían puesto en el punto de mira de Erica Carlyle, por lo que había decidido mantenerse al margen de la fiesta. Se pasó la mañana a solas, desmontando, limpiando y engrasando la colección de armas de fuego de la que disponían los Finns.

Angus continuó mostrándose generoso pues, tras pagar la factura del sastre, invitó a los Finns a dar buena cuenta de unos suculentos filetes en un bistró cercano.

Tras una gran sobremesa, un paseo por Central Park y una pequeña siesta para reponer fuerzas, el sol comenzó a ponerse entre los rascacielos de Nueva York pero, antes de la fiesta debían visitar de nuevo la Casa del Ju-Ju, donde Angus y Patry participarían en ese numerito del Rito de Virilidad con el que podrían ver al Gran Mukunga y ver si se trataba del mismo hombre que Thomas, Colin y Liam vieron huir del Hotel Chelsea.

De ser así, Greg, Annie, Colin, Liam, Thomas y Jacob estarían en las inmediaciones de la casa del Ju-Ju, en el Packard Twin Six en cuyo maletero había guardado escopetas , pistolas y hasta el preciado bate de baseball de Greg por si tuviera que asaltar la tienda… cosa no muy recomendable vestidos con esos trajes alquilados.

MdN: New York (27) La Primera visita a la Casa del Ju-Ju

Madame Loconnelle (Buscavidas y Adivina)                                  –             Hernán
Angus Lancaster (Arquitecto Masón)                                              –              Garrido

 

 

Madame Nelly Loconnelle y Angus  Lancaster se presentaron voluntarios para investigar la Casa del Ju-Ju. Antes de tomar un taxi y atravesar la ciudad hasta la dirección que Nelly consiguió en el listín telefónico, Annie les informó que el término Ju-Ju era como los santeros de Nueva Orleans se referían al poder mágico. Existía buen Ju-Ju y mal Ju-Ju.

Aunque Angus y Patry iban en taxi, no iban a entrar en ese local, que a todos los Finns les olía mal  y del que Arthur Emerson les previno, sin protección. Greg Pendergast, Colin O’Bannon, Annie O’Carolan y Liam McMurdo les seguían a una distancia prudencial montados en el Packard Twin Six de Liam. Annie se sorprendió de que Liam no se perdiese en el aglomerado tráfico de la Gran Manzana, ni confundiera el yellow cab de sus amigos, con cualquiera de los muchos taxis que circulaban por las calles y avenidas.

—¿Están seguros de que quieren bajar aquí? —les previno el taxista a Angus y Patry cuando aparcó frente a un callejón de la calle 137—. No es un buen barrio.

—Descuide, socio —contestó Angus pagando su servicio con una generosa propina.

La dirección del local, Ramson Court 1, daba a un estrecho callejón que había entre una casa de empeños abandonada y un viejo edificio de apartamentos. Patry y Angus lanzaron un vistazo hacia el coche donde sus amigos les guardaban las espaldas antes de internarse en la calleja que desembocaba en un sucio patio. Allí se encontraron otra entrada de la casa de empeños, un bloque de edificios con ventanas tapiadas, puertas dilapidadas y pintura desconchada, un denso silencio y la Casa del Ju-Ju.

Patry atisbó a un vagabundo de piel morena, agazapado en una esquina, envuelto en mantas y trapos, y aferrado a una botella de licor barato, envuelta en una bolsa de papel marrón.

La fachada de la tienda era simple y poco llamativa. Una puerta de vidrio, cortinas verdes oscuras y sucias, el escaparate sucio de polvo, en el que había expuestos múltiples objetos de arte africanos.

Entraron. Una desafinada campanita sonó. La Casa del Ju-Ju era una habitación estrecha, sucia de polvo, atiborrada de material africano: cabezas de animales disecados, máscaras de brujería, bastones de mando decorados, penachos de plumas, lanzas y tambores tribales. El ambiente depresivo, triste. Tras un mostrador había un hombre, el dependiente del establecimiento, un anciano negro, con una corona de rizado pelo blanco que les miró sonriente tras sus finos anteojos

—¿Sí?

—Muy buenas tardes, caballero —saludó Angus, derrochando carisma.

—Saludos.

—Su acento es peculiar. Usted no es de aquí, ¿me equivoco?

—Por supuesto que no, señor. Soy keniata.

—Bueno… Verá… vengo buscando algo que me ayude con… mis problemas.

—¿Problemas?

—Sí —Angus confidente, se acercó hasta el dependiente antes de señalar a Patry que estaba planteándose robar algo de la tienda—, como verá me acompaña una auténtica belleza a la que… Cómo decirlo… no soy capaz de… satisfacer…

—Oooooooh —el encargado admiró a Patry antes de inclinarse sobre el mostrador y susurrar—. Entiendo, señor. Entiendo. Busca levantar su hombría. Eso ser caro, muy caro…

—El dinero no es un problema —contestó Angus al tiempo que se fijó en que el anciano negro llevaba una tira de cuero al cuello de la que colgaba una gruesa llave—, por ella haría lo que fuera.

—Oh, amor joven. Muy bonito. Darme segundo que ir al almacén a buscar remedios, ¿sí?

El anciano anadeó hasta otra cortina que hacía las veces de puerta con el almacén. Antes de entrar, lanzó una ardiente mirada tras el mostrador, tras lo cual, les dirigió una amplia sonrisa de piraña, forzada y artificial, que consiguió helarles la sangre.

Angus aprovechó para mirar tras el mostrador, pero sólo encontró una vieja y fea alfombrilla.

El dependiente volvió con tres botes de cristal.

—Le explicar —comenzó depositando en el mostrador cada bote, tras explicarlo—. Este ser Polvo de pezuñas de Antílope: efecto muy rápido, pero para poco tiempo. Este ser Polvo de Cuerno de Rinoceronte: el mejor, le vuelve a uno fuerte para embestidas. ¿Sí? Este ser Polvo de Colmillo de Elefante: como el elefante, es lento, pero incansable. Le recomiendo el Rinoceronte. Ser el mejor. Pero ser caro.

—¿Se podrían mezclar? Una cucharada de Antílope con Elefante y…

—No recomendar. Ser  peligro. Solo de uno. Recomendar Cuerno de Rinoceronte. Sólo treinta dólars.

—Me llevaré uno, por supuesto… pero…Verá, creo que voy a necesitar algo más… potente —Angus adoptó de nuevo ese tono confidente—. Creo que me han maldecido. Tuve una novia, una chica de Nueva Orleans que jugueteaba con la magia negra…

—Se llamaba Annie… esa perra —escupió Patry que jugaba con la lengua disecada de un león.

—Se que existen amuletos más allá de estos remedios —continuó Angus—. Amuletos mágicos y… entre usted y yo ¿Estas cosas funcionan?

—Por supuesto. Sí Of course, claro. Pero necesitar de alguien que conjuros bien al amuleto.

—¿Alguien como quién?

—Yo conocer un kuhani, muy poderoso… Un brujo hechicero, ¿sí? Pero sus servicios ser caros. Muchos dólars. Sí, de veras necesitar, yo poder llamar para que próxima luna llena el Gran Mukunga…

—No puedo estar tanto tiempo esperando… —le cortó Angus lamentándose de haberle interrumpido cuando hablaba de ese tal Mukunga—, verá necesito verle cuanto antes… y cómo le he dicho, el dinero no es un problema.

Angus depositó un reluciente billete de cien dólares en la mesa.

—Es muy precipitado —comenzó a excusarse el dependiente sin apartar la vista del dinero—,quizá podríamos esperar hasta la luna nueva…

Angus depositó dos billetes de cincuenta dólares. El dependiente dudaba, era mucho dinero.

—Lo necesito cuanto antes. Esta noche.

—Imposible.

Angus juntó trescientos dólares.

—Yo… de verás que querer pero, como muy pronto, el próximo día ser… el 17, el 17 de enero podría llamar al Gran Mukunga…

—El 17 no podemos cariño —le cortó Annie. Angus se volvió ofuscado, de nuevo interrumpían al viejo cuando hablaban del tal Mukunga—. La fiesta…

—¿Fiesta? ¿Qué mierda de fiest…? ¡Oooooh, claro!  La fiesta de Eric… ¡La fiesta! Sí, claro. Disculpe, buen hombre, pero tenemos un gran evento social la noche del 17 y nos sería imposible acudir…

—Bueno, pues razón mejor para dejar para más adelante. Cuando luna en mejor posición de cielo, quizá…

Angus soltó 50 dólares más.

—¿O podríamos quedar el 17 a las… seis de la tarde? —preguntó el anciano—. ¿Según se haya puesto el sol? Para gran ritual de fecundidad con el Gran Mukunga.

—Muchas gracias —agradeció de nuevo Angus, que apenas le quedaban veinte pavos en la cartera—. Se lo agradezco enormemente, señor…

—N’Kawe —contestó el anciano dándole la mano—. Silas N’Kawe.

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—Yo soy Lord Angus Stark  —mintió Angus como un bellaco.

Silas N’Kawe se giró hacia Patry y le tendió su nudosa mano.

—¿Y usted es?

—Lady Patricia Stark —contestó Madame Loconnelle.

Y un resplandor verde cegó momentáneamente a Angus. Fue un simple flash, un fulgor verdoso que le despistó durante un segundo… pero a Silas N’Kawe le afectó mucho más. El anciano había palidecido, le temblaban las piernas y se tambaleó antes de aferrarse al mostrador. Angus le agarró del brazo al tiempo que dirigía una feroz mirada a una sonriente Patry que escondía algo en su camisola roja de largas mangas.

—¿Se encuentra bien?

Silas N’Kawe no contestó. Su mirada estaba perdida en el vacío.

—¿Qué has hecho, Patry?

—Nada, cariño —contestó Nelly con los dientes apretados. Angus liberó a Silas y aferró a la rubia del antebrazo—. Sabré cosas de él, dentro de poco, cariño. Y ahora quita tus putas manos de encima.

—Lo siento… —se excusó Silas, caminando lentamente hacia el mostrador donde guardó el dinero de Angus en una pequeña caja de galletas— Tener kizunguzungu… Un mareo… Si no importar, yo… Voy cerrar tienda ahora. Querer tumbarme a descansar.

Siles N’Kawe le tendió una bolsa de papel marró en la que había guardado algo.

—Tome… Su polvo de Cuerno de Rinoceronte… Dos cucharadas en vaso de agua, media hora antes de… Y que pasen buena noche…

—Eso ni lo dudes, encanto —se despidió Nelly, dedicándole un pícaro guiño antes de salir de la Casa del Ju-Ju.

MdN: New York (25) Confianza Ciega

Madame Loconnelle (Buscavidas y Adivina)                                  –             Hernán

 

Jonah Kensington estaba sentado en un apartado de la cafetería Central Perk, justo donde Los Finns se habían reunido unos días antes. Por eso Greg había decidido quedar en ese lugar, muy transitado, tranquilo y poco llamativo.

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Jonah estaba tenso como una estaca. Era un hombre que aún no había alcanzado los cincuenta, pero aún así su cerrada barba y su leonada cabellera lucían un ejército de canas. Miraba por encima del hombro a cada persona que entraba en el establecimiento, esperando ver la descripción que Greg Pendergast le había dado: Pelirroja. Turbante. Gafas de Sol. Gabardina verde pistacho.

Los minutos pasaban, mientras el té que había pedido se enfriaba al lado de la carpeta que guardaba las notas de Jackson Elias… Todas menos una. Una pequeña hoja dieciséis veces doblada, en la que Jackson había escrito a mano un maremagnun de alocadas y demenciales notas. Tras ojear ese último apunte, Jonah había pensado que Jackson estaba perdiendo el norte, que su continua búsqueda de la verdad insondable de los misterios de la humanidad lo había conducido al delirio. De hecho, Jonah Kensington había decidido convencer a Jackson para que se tomase unas semanas de descanso en un pequeño sanatorio mental… hasta que llamó Greg.

Ahora estaba seguro de que debía publicar la historia de la Expedición Carlyle, y más allá: La historia que había acabado con la vida de Jackson Elias. Y confiaba en la acerada pluma de Greg Pendergast para hacerlo…

Pero no confiaba lo más mínimo en la despampanante mujer que le contemplaba tras unas enormes gafas de sol desde el borde de la mesa.

—Vengo a por lo que quiere Greg —dijo la mujer en un susurro y se sentó en frente de Jonah, ocultando medio rostro con su gabardina.

Jonah no tenía muy claro por qué hacia eso. Llamaba más la atención, intentando no llamarla, que comportándose de una forma más… casual.

—¿Quién es usted? —preguntó Jonah, preocupado por si la mujer se había equivocado y, en parte, esperando a que todo ese numerito de la espía se debiera a los nervios de la dama, quizá tan afectados como los suyos por todo lo ocurrido.

—Una amiga de Greg—. Bueno, al menos los datos comenzaban a confirmarse. Greg le había dicho específicamente que cualquier miembro de los Finns era alguien en quien confiar ciegamente y eso pensaba hacer Jonah Kensington, aunque fuera alguien tan estrafalario.

—Greg me dijo que solo podía confiar en unos amigos muy especiales suyos… —comenzó Jonah.

La mujer le miró en silencio durante unos cuantos y largos segundos.

—Greg dice muchas tonterías —soltó a bote pronto la pelirroja—. Entiéndalo, Greg está muy grave. Se muere. Casi ha perdido los brazos. No tiene casi sangre. Nunca tuvo mucho la verdad. Y tiene fiebre. Está drogado. Dice sandeces. Muchas. ¿Ha leído su libro? Un espanto, ¿verdad?

—Ya pero me dijo que sólo podía confiar en esos amigos muy especiales suyos que…

—Maldito Greg, nunca le habla de mi a nadie —comenzó a lamentar la dama—. Lo hace desde que éramos pequeños, ¿sabe? Ambos somos de Arkham, vivíamos en el mismo barrio, casi puerta con puerta, e íbamos al mismo colegio y, lo mismo esta declaración le hace tener una visión tergiversada sobre mí, pero ¿qué se le va hacer? Para hacerle un resumen, YO era la novia de todo el mundo por allí, ¿vale? Bueno de todo el mundo no, Cillian era mi hermano, ¡maldita sea! Y Angus, era muy mono, sí, pero, no se, siempre tuvimos gustos similares. ¿Me entiende? A lo que iba es que YO creo que Greg estaba más interesado en Annie, y que por eso nunca quiso darse el lote conmigo… Siempre se mostraba tan arisco… Como Annie ahora que lo pienso. Bueno, Annie conmigo no es arisca, lo es con todo el resto del mundo, eso sí, pero porque es su forma de defenderse, es su escudo. Es muy introvertida y…

—Yo… eh… Se… Señorita… ¿Cómo ha dicho que se llama?

—Jacobina. Thomasa. Gregoria. ¡Bah! Qué más da. No le voy a dar mi nombre real, caballero. ¿Quién se ha creído que soy? ¿Esa carpeta es lo que Greg quiere?

—Sí. No. Pero… No se… Verá…

—Deslícela lentamente hacia mi… Pero no me la entregue directamente. Los asesinos de Jackson Elias podrían saber que me ha dado información valiosa y luego querer destriparlo.

—Yo. ¿Qué QUÉ?

—¿Me da la carpeta?

—Yo… espere. Hay algo que Greg me dijo que… Me dijo que podía confiar en usted, bueno porque conoce a Greg y…

—Le dijo que podía confiar en mí porque soy una Finn, ¿no es cierto?

Jonah Kensington respiró aliviado.

—¡Eso! Eso es justo lo que…

Patry no le dio tiempo a terminar la frase, agarró la carpeta de la mesa, se levantó y se encaminó a paso raudo hacia la salida, tras dedicarle una lapidaria frase de despedida:

—Pues confía, pringao.

Jonah Kensington la contempló salir del local, camelarse a un trajeado caballero para robarle el taxi y perderse en el denso tráfico de Nueva York.

Imborrable, increíble, impetuosa…

E imbécil.

Jonah sacó el papel con los dieciséis dobleces donde estaban las últimas notas de Jackson Elias… unas notas delicadas, unas notas que no podía confiar a una individua tan peculiar… no. Si volvía a ver o a hablar con Greg le informaría que aún tenía algo más de información sobre Jackson, pero Jonah Kensington no iba a ser tan pringao como para confiar a ciegas en aquella preciosa pelirroja.

Aunque estaba seguro que el rubio la favorecería mucho más.

MdN: New York (23) Importaciones Emerson

Madame Loconnelle (Buscavidas y Adivina)                                  –             Hernán
Annie O’Carolan (Cazadora de Libros)                                             –              Sarita

 

—¿¡En un veterinario!?—preguntó Madame Loconnelle.

—Colin estará paranoico —continuó Annie O’Carolan—, más de lo que estaba antes, quiero decir… pero no le falta razón. Liam está metido en chanchullos muy raros. El caso es que nos vino bien. Greg y Angus han pasado la noche atendidos… como perros, pero atendidos.

Ambas cuchicheaban en la parte trasera del taxi que avanzaba a trompicones por los interminables atascos de la gran urbe neoyorquina, en dirección a Importaciones Emerson. Tras once escandalosos dólares de viaje, el coche amarillo las dejó en las inmediaciones del puerto, hasta un descuidado pero ordenado almacén.

Media docena de operarios movilizaban diversas mercancías hasta pequeños camiones de reparto. Los atareados hombres dirigieron a las mujeres unas libidinosas miradas, largos silbidos y algún divertido comentario fuera de tono. Mientras Annie ponía los ojos en blanco y Patry devolvía los piropos se encaminaban hacia la pequeña y atestada oficina, donde un cincuentón de aspecto cansado les dirigió una interrogadora mirada.

—Buenos días —saludó con voz profunda.

—Buenos días —intervino Annie—. ¿Es usted Silas McClane?

—Silas McClane. No, no… que vá. Aquí no hay ningún Silas McClane. Yo soy Arthur Emerson… el dueño.

—Oh… vaya… Es que, verá, veníamos buscando a Silas McClane por un paquete que le dejó Jackson Elias.

Arthur Emerson alzó sus pobladas cejas y se rascó su descuidada cabellera cana mientras paladeaba la información.

—¿Jackson Elias? No hay ningún paquete de… ¿Jackson Elias? Espere un segundo… Ese… Jackson Elias, sí, me suena ese nombre. ¿Ese tal Jackson Elias no es un periodista que vino ayer por aquí preguntando por uno de mis clientes? Sí, sí, ahora lo recuerdo. Pero no, no dejó ningún paquete.

—¡Vaya, por Dios! —exclamó Madame Loconnelle teatralmente—, ¡que contrariedad! ¡Y ahora que le diremos a los pequeños Angus y Greg!

Annie le dedicó una soslayada mirada de reprobación mientras intervenía.

—Es que, disculpe, señor Emerson, pero tenía un recado del señor Elias según el cual debía recoger en esta dirección un paquete que le había dejado un cliente suyo. Un tal Silas McClane.

Patry se apoyó sobre la mesa y resaltó sus encantos femeninos.

—Y necesitamos mucho ese paquete… Señor Emerson…

—Se-señoritas… yo… eh… nonono…—La mirada de Arthur Emerson bailó durante un segundo de más por encima del turgente pecho de Patry, pero el comerciante tragó saliva y mantuvo las formas—. No tengo muy claro quiénes son y qué quieren exactamente de mí… Ni tampoco tengo muy claro su objetivo aquí… ya que estoy bastante seguro de que no vienen a por ningún paquete.

Annie apartó a golpe de cadera a Patry y sacó la tarjeta que encontraron en la billetera de Jackson Elias. Leyó de nuevo el nombre escrito con una letra temblorosa e irregular en la parte de atrás escrito, y maldijo su bocaza…

—Verá somos hermanas…

—¿¡Hermanas!? —Annie le propinó un codazo a Patry.

— Hermanas y amigas del bueno de Jackson Elias. Nos dejó el recado de recoger un paquete de Silas… Silas N’Kawe. ¡No McClane! ¡Qué tonta he sido! Quería decir Silas N’Kawe.

— Y que lo digas —dijo Patry entre dientes sin dejar de lucir una gran sonrisa.

Emerson achinó los ojos, nada contento con la excusa que esa pareja tan dispar de hermanas le acababa de dar. Pero, fuera de sus sospechas, el encargado del almacén era un hombre íntegro.

—Señoritas, no se que se traerán entre manos el tal Elias y ustedes, pero les digo lo mismo que le dije al chupatintas. Manténgase alejados de la Casa del Ju-Ju y de esos negros. No se traen nada bueno.

Annie y Patry se miraron de reojo antes de volver a prestar toda su atención sobre Arthur Emerson.

—¿Negros?

—¿¡Jackson tenía tratos con negros!? ¿¡Adónde vamos a llegar!? —El comentario vino acompañado de otro certero codazo de Annie a las costillas de Patry.

—No—contestó secamente Emerson—. Elias vino preguntando por Silas N’Kawe, el dueño de la Casa del Ju-Ju. Y le dije que se mantuviera alejado de esa gente.

—No va a darnos la dirección de la Casa de Ju-Ju, ¿verdad? —gruñó Patry con el tono de voz frío como un témpano.

—¿No me han oído? Esa gente cumple con sus facturas y, como soy un profesional, cumplo con sus pedidos. Pero el día que tenga la más mínima excusa, dejo de trabajar para esa gentuza. ¡Claro que no les voy a facilitar esa dirección! Y si son señoras de bien…

—Señoritas —siseó Annie en un impulso.

—… ¡deberían mantenerse muy alejados de esa gente! —El rostro de Emerson estaba rojo y su paciencia agotada.

Annie y Patry se recompusieron. Sonrieron con candor y le dedicaron un encantador saludo de despedida.

—Le dejamos en la virtud y la gracia del Señor —se despidió Patry con voz en falsete.

—Sí… Eso… Muchas gracias, señor Emerson.

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Arthur Emerson contempló cómo la dispar pareja de hermanas se alejaban discutiendo de su almacén y volvió a sus facturas, pedidos y aranceles cuando su vista recayó sobre el periódico que había sobre la mesa del despacho. El titular informaba con letras enormes sobre un brutal asesinato en el Hotel Chelsea.

Entonces, Emerson cogió el teléfono y llamó a la policía.

MdN: New York (22) En la consulta del Veterinario

Colin O’Bannon (Agente Federal)                                                    –              Toño
Liam McMurdo (Mecánico de Día, Conductor de Noche)           –              Soler
Thomas Connery (Infante de Marina Retirado)                             –              Bea
Greg Pendergast (Escritor Difamado)                                              –              Jacin
Annie O’Carolan (Cazadora de Libros)                                             –              Sarita
Angus Lancaster (Arquitecto Masón)                                              –              Garrido

 

 

Liam McMurdo no conocía su nombre. Sólo sabía de él que por el día era veterinario en Queens, que nunca le había visto sin un cigarrillo a medio fumar colgando de la comisura de los labios, que le ofrecía sus trabajos nocturnos a cambio de una justa comisión y que atendía, muy discretamente, sin hacer preguntas, pero sacándose un pico por cada punto que pudiera coser.

Y a Greg Pendergast tuvo que ponerle muchos puntos.

La discreción era vital para el Veterinario, que tomó el fajo de billetes ensangrentados que le tendió Angus Lancaster y desapareció para dejar a los Finns hablar tranquilamente tras coser el navajazo de Colin, dejar Angus sedado e inyectar a Greg una generosa dosis de morfina.

Greg, amodorrado, comenzó a contarle a Liam cómo habían encontrado a Jackson Elias: mutilado, destripado, y marcado por esos sectarios de piel oscura, desnudos y con esos capuchones rojos.

—Tranquilo, Greg —aseveró Liam, apretándole la mano —, ¡se dónde están esos cabrones!

Dirigió una mirada febril a sus amigos.

—¡Yo digo de ir esta misma noche y  ponerles una bomba en el puto bar!

—Calmaaaaaaa—pidió Colin.

—¿Por qué no? —preguntó Thomas—. ¡Sabemos donde están! Qué Colin consiga unas Thompson de alguna oficina federal y…

—¿Y arrojamos un coche contra la entrada, con una mecha en el depósito de combustible, como distracción, antes de entrar a pecho descubierto y liarnos a tiros? —propuso Colin. Thomas y Liam asintieron —¡Es sarcasmo, coño! Tenemos a Greg y a Angus medio muertos, ¡tienen que descansar! Tú, lo que tienes que hacer, es contarnos cómo y porqué conoces a un veterinario que tiene clientes de dos patas…

—Eh, eh, eh… —se quejó Liam alzando las manos —, ¿te pregunto yo el color de los calzoncillos de J.Edgar?

—Ssssssssssh —les chistó Annie, con la vista fija en las pistas que había sacado de la habitación de Elias —Greg y Angus duermen. Dejad de discutir y centrémonos… ¿Qué tenemos?

—Alguien tendría que avisar de lo que ha pasado a Jacob y a Patry —informó Thomas.

Jacob O'Neil
A Jacob O’Neil aún le dura la resaca de su última borrachera

—Bien—asintió Colin—. Y cuando Greg se espabile tendrá que hablar con su editor, que también lo era de la víctima.

—Jackson Elias tenía dos cartas… una no es suya, es de un tal Faraz Najir, un egipcio que le vendía artefactos a Roger Carlyle a través de su agente de antigüedades, el tal Warren Bessart. La otra carta es de Jackson, estaba interesado en un libro: Sectas Oscuras de África. Se puso en contacto con la bibliotecaria de la Universidad de Nueva York para conseguirlo. Hay dos tarjetas de visita: Una es del director de la Fundación Penhew de Londres, un tal Edward Gavigan. La otra es de aquí, de Nueva York, Importaciones Emerson… —Annie le dio la vuelta a la tarjeta—. Detrás hay un nombre garabateado… es la letra de Jackson. Silas N’kawe.

—Eso suena a negro —espetó Liam

—¿Sabes reconocer la letra de Jackson?—le preguntó Colin en tono inquisitorial.

—¿Sabes callarte y dejar de hacer preguntas estúpidas? —le cortó Annie, seca, y prosiguió  mostrando papeles—. Esto es un folletín para una charla sobre arqueología polinésica… ¿Qué tendrá que ver con todo esto?

—Esto de estar sentados y hablando, se parece mucho a estar sentados y hablando.

—¡Liam! —pidió Thomas atento a las dos últimas pistas que depositó Annie ante ellos—. Una cajetilla de cerillas de un local en Shangai.

—Y la foto de un puerto… y de un barco mercante, de bandera británica. Se pueden ver las primeras letras de la embarcación, creo que pone Ama…

—Es el puerto de Shangai —informó Thomas. Annie le miró interrogante y sorprendida. Thomas se encogió de hombros—. Tú reconoces la letra de Jackson Elias, yo reconozco un puerto en el que fondeé estando de servicio. Tengo amigos en Shangai y todo.

—Bueno…—interrumpió Liam nervioso, deseando entrar en acción—, y con todo esto, ¿qué hacemos?

—Robar un coche, incendiarlo en la entrada y asaltar a tiros el antro en el que has visto entrar a un tipo que cabalga serpientes gigantes —informó Colin.

Todos le miraron con los ojos muy abiertos.

—Joder, ¿hemos perdido el sentido el humor? —apoyó el dedo sobre una de las tarjetas de visita—.  Importaciones Emerson.

MdN: New York (21) Lo que vio Liam

Liam McMurdo (Mecánico de Día, Conductor de Noche)           –              Soler

Liam McMurdo había dado una rápida vuelta alrededor del hotel buscando el lugar desde el que, de ser necesario, comenzar una huida. La experiencia, como conductor en atracos y otros delitos, le hizo descubrir un callejón perfecto donde aparcar el coche… pero ya había un coche ahí parado. Un Hudson negro, con el motor encendido…

 

Lo mismo que él haría.

 

Con el picor de la sospecha mordiéndole la nuca, Liam aparcó cerca. Le quitó el seguro a su revólver del calibre 32 antes de guardarlo en su cazadora de aviador y salió del coche con las manos en los bolsillos. Caminó pegado a la pared, intentando no llamar la atención del conductor… pero tropezó con un cubo de basura y cayó al suelo estrepitosamente…

 

Y ahí estaba, a cuatro patas, apretando los dientes, cuando el conductor del Hudson, un tipejo malencarado, de piel tan oscura como su coche, salió del vehículo y le lanzó una fiera mirada. Liam le devolvió la mirada y con voz pastosa rugió:

 

—¿A ti qué coño t’a pasha? ¡Nunca hass vishto a un borrasho caershe!

 

El conductor del Hudson chasqueó los labios, se encogió de hombros y volvió al coche… Liam, se quedó sentado junto al parachoques trasero, sorprendido de que el numerito del beodo hubiera colado… lanzó un vistazo al tubo de escape humeante y una idea atravesó su cabeza como un relámpago.

 

Se descalzó, se quitó el calcetín, lo hizo una bola y lo embutió rápidamente en el tubo de escape. El humo se acumularía en el motor del coche y ese sospechoso vehículo no podría ir muy lejos. Se levantó y se alejó del Hudson Negro, dando bandazos como si estuviera borracho, hasta que pudo refugiarse en su Packard Twin Six, desde el que vigiló al coche sospechoso, con el oído y la vista atentos por si alguno de los Finns aparecía corriendo, cuando…

 

—¿Pero qué cojones es eso?

 

Un hombres descendía en el aire desde la azotea del hotel, en el callejón donde estaba el coche sospechoso. Era un hombre alto, negro, vestido con una larga gabardina negra… pero no volaba. En un parpadeo pudo ver que el hombre que descendía, estaba enredado en una larga criatura serpentina que flotaba en el aire gracias al aleteo de su única ala draconiana… la consistencia de la horrenda criatura voladora no era terrenal y, con cada respiración, Liam constató que el monstruo aparecía y desaparecía de su vista hasta que depositó suavemente al hombre de la gabardina junto al coche y, en otro abrir y cerrar de ojos, el monstruo, esa cuerda viviente que había descendido a su amo hasta el suelo, ya no estaba.

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La Cuerda

 

El sospechoso de la gabardina entró en el coche y el Hudson arrancó precipitadamente emprendiendo la huida… Liam dudó: Esperar a sus amigos o perseguir a ese individuo que tenía relación con los Mitos de Cthulhu y, que posiblemente tendría relación con la investigación que Jackson Elias les iba a encargar.

 

El Hudson salió del callejón.

 

Liam arrancó, dio un volantazo y salió en persecución del coche. Su Packard esquivó a un taxi amarillo, cuyo taxista le gritó alguna barbaridad. Comenzó a seguir al Hudson entre el abrumador tráfico de Nueva York, zigzagueando entre coches, camiones y un ejército de taxistas… hasta que el Hudson enfiló hacia el norte y comenzó a callejear por las calles del Harlem.

 

Liam supo que él y su coche destacarían como un cartel de neón en mitad de una solitaria autopista, pero debía saber hasta donde iban los individuos del Hudson… y con un poco de suerte ese maldito coche debía quedarse tirado a…

 

—Vaya, vaya, vaya…

 

El tipo de la gabardina se bajó del coche casi en marcha, dio un par de zancadas y se metió en un antro que infectaba con su hedor a delincuencia y problemas, toda la desamparada manzana.

 

Varios de los parroquianos que había a la entrada del local le dirigieron unas miradas despreciables y Liam supo que era el momento de pisar el acelerador y salir quemando rueda de allí.

 

Y entonces llegó a tiempo de recoger a los malheridos Finns, montarlos en su coche y conducir hasta su contacto con los bajos fondos de Nueva York: El Veterinario.

MdN: New York (20) Las Pistas de Jackson Elias

Colin O’Bannon (Agente Federal)                                                    –              Toño
Thomas Connery (Infante de Marina Retirado)                             –              Bea
Greg Pendergast (Escritor Difamado)                                              –              Jacin
Annie O’Carolan (Cazadora de Libros)                                             –              Sarita
Angus Lancaster (Arquitecto Masón)                                              –              Garrido

 

 

Greg Pendergast se apoyo en una de las paredes cuando comenzó a marearse. Los improvisados vendajes que Thomas le había hecho alrededor de los brazos con las cortinas del hotel volvían a empaparse con su sangre.  Lentamente se dejó resbalar por la pared y se sentó en el suelo.

—Sólo voy a tomar el aire durante unos segundos —informó el periodista.

Angus Lancaster también comenzaba a flojear. Se apoyó en la ventana, conteniendo las náuseas. El disparo que le había alcanzado al costado había sido un tiro limpio, entró y salió, pero perdía sangre profusamente.

Thomas Connery, que revolvía en la maleta del difunto Jackson Elias, torció la cabeza hacia a Annie O’Carolan, que revisaba los papeles que su amigo tenía diseminados por el escritorio.

—Se están desangrando, Annie —dijo Thomas. Pero O’Carolan continuó leyendo, hoja tras hojas, todo lo que tenía ante ella—. Annie. ¡Annie!

—Tenemos que encontrar más pistas —pidió Annie con voz temblorosa—. ¡Debe haber más pistas! ¿Has mirado debajo de la cama?

—Dos veces —se quejó Thomas—, y ambas después de que Angus mirase. ¡Ya está, Annie! No hay nada más. ¡Tenemos que irnos! Tenemos que…

Colin O’Bannon apareció en el dintel de la puerta. Aún tenía la cara salpicada por la sangre del tipejo que había matado a cabezazos.

—Nos vamos —ordenó.

—No… — se quejó Annie con la vista hundida en una carta de una tal Miriam Atwrigth—, tenemos que encontrar todas las pistas que pueda haber en la habitación… No pueden ser más que estas nimiedades. Tiene que haber algo más. Sus notas. Un diario. Algo…

 

Thomas agarró el pequeño folletín y la fotografía que había encontrado en la maleta y corrió a ayudar a Greg a que se levantara, mientras Angus salía apoyándose en su bastón.

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Greg había encontrado dos tarjetas de visita en la cartera de Jackson Elias que no tenían que ver con el periodista.

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Angus, una llamativa cajetilla de cerillas en el sombrero del finado.

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Colin ignoró las súplicas de Annie, la agarró del brazo y tironeó de ella para sacarla de la habitación al tiempo que decía.

—No hay tiempo. He conseguido persuadir a los conserjes del hotel, pero mi placa ya no tiene valor en esta ciudad.

Annie se dejó arrastrar a regañadientes. Thomas pasó un brazo bajo la axila de Pendergast y lo llevó por el pasillo, pero Colin les indicó que tomasen las escaleras. Bajaron por ellas hasta el piso de abajo, y de allí se dirigieron hasta la habitación 310, que Thomas y Colin sabían que estaba vacía.

—He tenido tiempo de llamar a mi jefe, al agente Ashbrook —continuó el agente O’Bannon—, resulta que alguien le ha dicho a Hoover que me estoy excediendo en mis labores profesionales y me han puesto correa. Si me veo metido en este follón me caerá una buena.

—Hoover no se anda con tonterías — se burló Greg, conocedor de la venenosa rabia del superintendente federal.

—He conseguido que un agente de confianza venga aquí para limpiar este estropicio y alejar a la pasma… pero hasta entonces estamos solos así que, lo mejor será que bajemos por la escalera de incendios y que Liam nos saque de aquí cuanto antes.

Thomas forzó de una patada la puerta de la habitación 310 y descendieron por la escalera de incendios hasta el callejón donde Liam había aparcados el coche… pero ni Liam, ni su Packard Twin Six estaban allí.

Las sirenas de los coches policiales tronaban por todas partes y, aunque estaban alejados de miradas curiosas en el callejón, se sintieron expuestos, solos.

—Greg se ha desmayado —informó Thomas, y eso pareció sacar a Annie de su estupor, la cazadora de libros corrió para atender al periodista.

Angus se acercó a vomitar cerca de unos cubos de basura. Estaba pálido, sudoroso, las piernas le temblaban.

—Y Angus va a caer en breve… ¿Dónde diablos está Liam?

—A la mierda —murmuró Thomas —Tomaré un coche prestado. No era tan bueno como Liam y Brian haciendo puentes, pero aún recuerdo cómo hacerlo.

Un estrépito estalló al fondo del callejón. Thomas, Annie y Colin sacaron sus pistolas y apuntaron hacia el coche que corría hacia ellos a toda velocidad… Liam McMurdo paró ante los Finns y abrió la puerta del copiloto.

—¿Les llevo a algún lado? —preguntó jocoso.

Colin le insultó a gusto, mientras Thomas metía  a Greg en el coche y Annie ayuda a Angus a pasar dentro.

—Tenemos que ir a un hospital —dijo Thomas mientras cerraba la puerta del coche. Liam arrancó y puso dirección al Hospital General.

—No —espetó Colin —, esas heridas llamarían la atención de la bofia. ¡Tenemos que ir a un lugar en el que no llamemos la atención!

—Conozco un sitio —cortó Liam, antes de que Thomas y Annie se quejaran —pero es caro.

—Como si eso fuera un problema —mumuró Angus a un paso de la inconsciencia —, tranquilos chicos, esta corre de mi cuenta.

—Perfecto —Liam cambió de marcha, pegó un violento volantazo y puso rumbo a Queens.

—¿Se puede saber dónde coño estabas? —le gruñó Colin.

—Pues verás…

 

Liam McMurdo (Mecánico de Día, Conductor de Noche)           –              Soler

MdN: New York (18) El Hotel Chelsea

Colin O’Bannon (Agente Federal)                                                    –              Toño
Liam McMurdo (Mecánico de Día, Conductor de Noche)           –              Soler
Thomas Connery (Infante de Marina Retirado)                             –              Bea
Greg Pendergast (Escritor Difamado)                                              –              Jacin
Annie O’Carolan (Cazadora de Libros)                                             –              Sarita
Angus Lancaster (Arquitecto Masón)                                              –              Garrido

 

 

MdN: New York (18) El Hotel Chelsea

El teléfono en casa de Greg Pendergast comenzó a sonar de forma estridente, pero el periodista, que se había pasado toda la mañana esperando esa llamada, lo cogió antes de que el primer tono hubiera concluido.

—Pendergast… ¿eres tú? —preguntó la voz al otro lado de la línea. Greg entrecerró los ojos.

—Sí… ¿Quién llama?

—Soy Elias. Ya… ya estoy en Nueva York.

—Estupendo. ¿Has tenido buen v…?

—Yo… tengo que verte… Urgentemente… Según bajé del barco estuve investigando y… Tengo que verte. ¿Has seguido las instrucciones?

—¿Sí?

—¿Están aquí? ¿Todos? No he podido contactar con Annie.

—Se fue a la biblioteca a primera hora de la mañana para…

—¡Espera! —Le cortó Jackson. Greg escuchó cómo Elias soltaba el teléfono y los sonidos de movimientos brucos—. Espera, un segundo… sí… Sí, todo va bien, sí. ¿Entonces están todos aquí?

—Sí, estamos todos aquí, nos hemos reunido como nos pediste y…

—Bien, muy bien. Apunta. Hotel Chelsea. Habitación 410. Dentro de una hora.

—Pero, Jackson…

—De acuerdo. ¿Están todos?

—Sí, Jackson, están todos…

Y Jackson Elias colgó el teléfono.

En media hora, Greg Pendergast estaba montado en el Packard Twin Six de Liam McMurdo, junto a un aturdido Thomas Connery que miraba por la ventanilla al nubloso cielo de Nueva York, a Angus Lancaster que se apoyaba en el bastón estoque que tenía entre sus piernas, y a Colin O’Bannon que ojeaba una carpeta con documentos.

—¿Sólo te dijo eso? —preguntó Angus.

—Como lo oís… estaba… como paranoico —comenzó Greg, preocupado—, nunca le había oído así.

—Vamos a llegar al hotel veinte minutos antes de la hora que te pidió —comentó McMurdo, apretando el claxon de su coche para espantar a un taxi que intentaba bloquearle el paso.

—¿Descubres algo nuevo en el informe que sus compañeros federales te han dejado sobre Roger y Erica Carlyle, Colin? —preguntó Angus, mientras el pelirrojo se encogía de hombros con gesto torcido.

—Poca cosa. La familia Carlyle invirtió bien durante la primera guerra mundial: transportes, munición, exportaciones e importaciones. Por eso son ricos, aún a pesar que el primer Carlyle en llegar a EEUU fuera el hijo ilegítimo de un noble de Derbyshire, deportado desde Inglaterra por conducta impropia y desesperada. Se llamaba Aberdare Vane Carel…

—Vane —murmuró Thomas.

—Carlyle no tiene antecedentes policiales porque sus abogados, entre ellos el tal Bradley Grey, eran brillantes. Le han librado de un juicio por paternidad, han suavizado sus varias expulsiones de universidades, acusaciones por desorden público, conducta impropia, lascivia, vagancia, que nunca llegaron a ningún sitio. Estuvo en rehabilitación con dieciocho y con veinte años.

Thomas soltó una cascada risita y Liam pegó un volantazo, apretando el claxon y maldiciendo a otro taxi. Colin continuó:

—De Erica no hay gran cosa. Todo lo relacionado con ella es legal. Sí, tiene pinta de ser una perra estirada y dura como el acero, pero siempre correcta de cara a la galería… lo único turbio que la rodea es Joe Corey, su guardaespaldas. Un tipo duro que trabajó para un mafioso local y que es muy efusivo quitándole de encima pretendientes indeseables.

—Poca cosa.

—Sip —afirmó Colin—. Sus acciones mejoraron en cuanto certificó la muerte de Roger Carlyle y se hizo con el control de la empresa.

—Ya estamos —informó Liam McMurdo.

El coche frenó frente a la puerta del hotel, un imponente bloque gris cemento de seis plantas, cuya entrada principal disponía de una larga alfombra roja que recordaba a una lengua sangrienta desplegada ante una oscuras fauces que les esperaban para devorarles.

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Todos, se bajaron del coche. Liam llevaba la palanca en la mano y Colin le agarró del hombro, antes de que alguien le viera.

—¿Se puede saber a dónde vas con eso, muchacho? —aunque Colin lo sabía. Todos sentían esa electricidad, ese zumbido en los oídos, que les avisaba que algo no iba bien.

Liam boqueó intentando contestar, pero Colin negó con la cabeza y le indicó que volviera al vehículo.

—Busca donde aparcar —le informó al conductor—.Y quédate en el coche con el motor encendido.

—Por si tenemos que salir corriendo —se convenció Liam—. Daré una vuelta alrededor del hotel para… reconocer el terreno.

—Bien me parece.

—¿Esperamos al resto? —preguntó Greg. Colin negó con la cabeza mientras oteaba el edificio. Nubes grises, preñadas por el humo de las fábricas, navegaban por un cielo encapotado que deprimía el ambiente.

—Qué os parece si Greg y yo vamos hasta la habitación de Jackson… como avanzadilla —recomendó Angus. Colin asintió mientras su mirada vagaba por el edificio, hasta un callejón en el lateral derecho del hotel, donde una amplia escalera de incendios de metal negro, recorría toda la pared.

—Correcto. Thomas y yo subiremos por las escaleras de incendio hasta la cuarta planta.

Se dividieron. Angus y Greg entraron en el hall, ignoraron las solícitas sonrisas de los recepcionistas y fueron directos hasta uno de los dos grandes ascensores, donde un joven botones, de unos quince años, todo sonrisa y pecas, les preguntó por su destino.

—Cuarta planta —contestó secamente Greg, echando de menos su bate de baseball. Acarició la navaja que llevaba en el bolsillo de la gabardina. Angus se apoyó en su bastón, la funda del estoque que siempre le acompañaba.

En ese momento, Annie O’Carolan llegó al Hotel Chelsea.

Su laboriosa mañana en la Biblioteca sólo había dado con un dato, aunque ella lo consideraba significativo. Buscando información sobre pirámides asimétricas, la sacerdotisa africana M’Weru, grandes esferas amarillas y la extraña figura con la que Carlyle hablaba en sueños, había descubierto una extraña y temida figura de una oscura y poco documentada época de Egipto: Una  poderoso brujo al que se conocía vulgarmente como, El Faraón Negro.

Annie, con su mejor sonrisa, preguntó a los recepcionistas por la habitación 410 y, mientras esperaba al ascensor, comprobó en su bolso el estado de su pistola Luger P08. Al mismo tiempo, el joven ascensorista abría la puerta para que Angus y Greg salieran al pasillo de la cuarta planta, Colin y Thomas subían por las escaleras hasta el segundo piso y Liam aparcaba cerca de un callejón donde encontró un coche sospechoso.

Todos los Finns tenían un mal presentimiento mordisqueándoles la nuca. Algo, un sexto sentido que les avisaba que algo malo iba a pasar.

MdN: New York (17) Archivos Médicos

Colin O’Bannon (Agente Federal)                                                    –              Toño
Liam McMurdo (Mecánico de Día, Conductor de Noche)           –              Soler
Thomas Connery (Infante de Marina Retirado)                             –              Bea
Greg Pendergast (Escritor Difamado)                                              –              Jacin
Annie O’Carolan (Cazadora de Libros)                                             –              Sarita
Angus Lancaster (Arquitecto Masón)                                              –              Garrido

 

 

MdN: New York (17) Archivos Médicos

—Recuérdame, ¿qué demonios hacemos aquí? —siseó Annie O’Carolan con los dientes muy apretados.

—Allanar la entrada trasera del archivo del colegio oficial de medicina de Nueva York —comenzó Angus Lancaster en un susurro—, y, mientras Colin mantiene distraído al vigilante nocturno en la entrada delantera, buscar los archivos del Doctor Huston en los que habla de Roger Carlyle.

Thomas Connery, escondido en la sombra del dintel de la entrada trasera al edificio, forzaba la puerta con la palanca que Liam McMurdo siempre guardaba en su coche. Liam estaba en su salsa, las solapas de su chaqueta elevadas, al volante de un coche que acaba de robar, con el motor encendido, ronroneando, preparado para la fuga…

— ¿Cómo he podido acceder a esta locura? —gruñó Annie.

—Eres tú la que siempre dice —le recriminó Angus—:“A veces la palabra escrita es más valiosas que un diamante…”

—¡Yo no he dicho eso!

Liam les chistó. Aunque tenía un ojo puesto en Thomas, su vista vagaba por la desangelada calleja desde la que accederían al archivo del colegio de médicos. La charla de Annie y Angus le distraía…

¡CRAC!

El chasquido de la puerta cuando Thomas la forzó reverberó por toda la calle.

—Tan sutil como un ladrillo en la ventana —se quejó Annie.

—Deja de protestar y sígueme —Angus abrió la puerta del coche y correteó hacia el edificio. Annie dejó escapar el aire por la nariz, se subió las solapas de su abrigo, imitando a Liam, y corrió tras el arquitecto.

Mientras entraban en el edificio, Liam condujo y colocó el coche en un callejón cercano a la esquina donde Greg Pendergast, enfundado en su gabardina y fingiendo que ojeaban un periódico bajo la amarillenta luz de una farola, montaba guardia.

Annie y Angus corretearon como Hansel y Gretel por el pasillo de suelos de mármol del edificio, hasta la entrada a las escaleras que descendían al sótano. Amordazado por el ruido de sus pasos, escucharon la voz, bovina y aburrida, del que debía de ser el vigilante del edificio, contestando a las cortantes preguntas que el agente federal Colin O’Bannon le inquiría.

En apenas un jadeo, bajaron hasta el primer sótano y recorrieron la compleja distribución de habitaciones y despachos, hasta el registro de los archivos, como si se hubieran estudiado los mapas del edificio hacía un par de horas… cosa que habían hecho gracias a las credenciales de Angus como arquitecto.

La puerta del despacho estaba abierta.

Angus entró el primero y oteó la habitación del registro, que constaba de una pareja de escritorios atestados de papeleo, tras uno de ellos había una docena de archivadores y tras el otro, un pequeño armarito de puerta de cristal que contenía una serie de llaves.

Cuando Angus quiso darse cuenta, Annie había abierto uno de los cajones de los archivadores y revisaba los folios de una fina carpeta…

—¡Annie! —le chistó—. ¡No tenemos tiempo que perder! Propongo que nos dividamos y…

Annie cerró con presteza y sin hacer ruido el archivador. Pasó ante Angus, ignorándole, se acercó hasta el armarito del que sustrajo un pequeño juego de llaves y salió del despacho.

—Pero qué coñ…

Annie abrió con desenvoltura la puerta posterior al despacho y accedió una sala repleta de estanterías y, en un parpadeo, emergió de ella con una carpeta bajo el brazo, pasó de nuevo ante un anonadado Angus, dejó las llaves en el armarito, escondió la carpeta dentro de su abrigo, y volvió a salir del despacho.

Angus no terminaba de dar crédito a lo que pasaba…

Annie volvió al despacho asomó su simpática cabecita con el ceño fruncido y dijo:

—¿No ha quedado claro que ya lo tengo?

—Sí, ya… pero… ¿Eso es…?

Files on Shelf

—¡Claro que sí! Me dedico a esto Angus. Así pues, ¿¡a qué esperas ahí parado con cara de besugo!?

Y correteó con pasitos rápidos hacia las escaleras.

Colin O’Bannon acababa de terminar de marear al vigilante del edificio con un galimatías legal, bastante intimidatorio además, cuando vio las figuras de Annie y Angus, emerger de las escaleras y volver por donde habían venido, sigilosos como un gato.

Thomas acababa de dejar la palanca contra la pared en la que estaba oculto, y había sacado y amartillado su automática del cuarenta y cinco, cuando Annie y Angus salieron del colegio oficial de médicos de N.Y., silenciosos como una sombra.

Greg, que apenas había podido mentalizarse en que estaba fingiendo leer el periódico en vez de leerlo, comenzó a hacer aspavientos a Thomas y a Liam, mientras Annie y Angus avanzaban hacia él, decididos como un caribú.

Y Liam, que acababa de aparcar en el callejón cuando vio a los Finns acercársele, enérgicos como un toro, boqueó aturdido…

—¿Qué ha pasado? ¿Algo ha fallado? —preguntó cuando todos se montaron en el coche y comenzó a conducir por la ruta de escape que había diseñado.

—Qué fallar, ni que niño muerto —gruñó Annie mientras sacaba la carpeta de debajo de su abrigo y comenzaba a ojear los documentos.

—Pero si apenas habéis tardado tres minutos en…

—¡Qué me dedico a esto! He visto sistemas de archivos complicados de verdad, lo de estos médicos es de jardín de infancia. El sistema de la biblioteca de la universidad de Miskatonic, eso sí es un reto. Si hasta le diseñaron su propia teoría del caos. ¡Y no me hagáis hablar del de la biblioteca del Museo del Cairo! ¡Eso es la jungla!

—Bueno —sentenció Colin orgulloso—, misión cumplida. Y sin matar a nadie.

—¡Somos los Finns!— aulló McMurdo.

—La mirada en la carretera Liam —ordenó Annie sin dejar de leer—. Es curioso, lo que estoy leyendo no son resúmenes sobre las entre Roger Carlyle y el Doctor Huston… es entre el Doctor y la hermana de Roger, Erica… ¡y le cobraba cien dólares por cada visita!

—¡Vaya! —exclamó Thomas—. Ya veo en que malgastan el dinero los ricos…

—Erica estaba turbada por las relaciones con su hermano. Según el doctor Huston, Erica era todo un ejemplo a seguir… Controlaba a la perfección sus finanzas, relaciones, trabajo… Nada afectaba a esta mujer, salvo su hermanito, así que el buen doctor le recomienda a Erica que sea Roger el que le visite…

Annie continuó leyendo los informes en silencio, mientras Liam conducía hasta las inmediaciones de su hotel. Los Finns salieron del vehículo a la fría noche neoyorquina y, ocultos por las sombras, caminaron entre columnas de vapor que emergían de las alcantarillas.

Annie no dejó de leer mientras cenaban tranquilamente en el hotel.

—Lo tengo —murmuró Annie y comenzó a leer en voz alta, aunque lo suficientemente queda cómo para que sólo los Finns pudieran escucharla—, “Hoy, Roger Carlyle ha acudido a mí a instancias de su hermana. Le aquejan unos extraños sueños en los que una voz le llama por segundo nombre, Vane, con el cual Carlyle se identifica a sí mismo…

https://exiliadodecarcosa.wordpress.com/2016/06/13/prologo-el-sueno/

… estos sueños  le producen una gran satisfacción, pero no le permiten descansar correctamente… Esta actitud esquizofrénica caracteriza gran parte de la vida del señor Carlyle

—¿Qué es una cruz ansada? —preguntó Thomas.

—Un jeroglífico, un dibujo egipcio, que se llama Ank y que significa vida —contestó Annie sin dejar de leer.

—Así que puesto del revés… —augura el militar.

—Muerte —confirma Angus.

—Atentos —Annie vuelve a leer— “Se refiera a ella como M’Weru, y dice que es una sacerdotisa. Profesa por ella auténtica devoción, algo que veo correcto para contrarrestar sus tendencias megalomaníacas. Sin embargo, esa mujer se ha convertido en un rival frente a mi autoridad”

—Parece que el Doctor y la Reina de Ébano no se llevaban bien —conjetura Angus.

—Sólo hay una pequeña anotación tras este informe —informa Annie—, “Carlyle dice que si no voy con él, amen…”

Los Finns esperaron a que Annie dijera algo más, pero la cazadora de libros dejó a un lado la carpeta y comenzó a cenar.

—¿Amen? —inquirió Liam.

—Estoy casi segura que es amenaza —dijo Annie tras masticar su ensalada—, algo en referencia a sus líos de faldas, seguramente.

—Ósea —dijo Greg—, que Carlyle coaccionó a Huston para que le acompañase a la Expedición.

—Es una teoría a tener en cuenta—concluyó Colin.

Se fueron a dormir pronto.

El día siguiente sería quince de enero.

El día siguiente sería cuando Jackson Elias llegaría a Nueva York, con más información sobre la Expedición Carlyle.

 

MdN: New York (15) El Mundo Necesita Saberlo

Liam McMurdo (Mecánico de Día, Conductor de Noche)           –              Soler
Thomas Connery (Infante de Marina Retirado)                             –              Bea
Greg Pendergast (Escritor Difamado)                                              –              Jacin

MdN: New York (15) El Mundo Necesita Saberlo

7-9

Liam McMurdo y Thomas Connery contemplaban desde el Packard Twin Six del primero, cómo Greg Pendergast se despedía de un efusivo y viejo italiano que lucía un gran mostacho blanco.

Estaban aparcados frente a un café en Little Italy, de donde Greg acababa de salir.

—¿Qué te ha contado tú… contacto? —preguntó Liam mirando con el cejo fruncido al italiano. A Liam no le gustaban los italianos. Ni los afroamericanos, ni los judíos, ni los polacos, ni los chinos… A Liam McMurdo no le gustaba mucha gente. Salvo a los Finns, a los Finns los adoraba más que a cualquier cosa.

—Poca cosa —Greg se encogió de hombros mientras entraba en el coche—. Que lo de la expedición Carlyle fue una tragedia, que Sir Aubrey Penhew era un reputado arqueólogo… nada nuevo la verdad.

—Curioso personaje este amigo tuyo —dijo Thomas.

—Detecto que no os gusta.

—Ese bigote suyo no me gusta —siseó Thomas y se volvió para mirar a Greg a los ojos—. Le tapa lo boca… Y esas gafitas… hacen que sus ojos parezcan más pequeños, ¿verdad?… ¿De dónde has sacado esas amistades tan curiosas, Greg?

—Soy una persona vilipendiada por el gobierno de los Estados Unidos, Thomas— contestó Greg—. El desprestigio hace extraños compañeros de cama.

—¿Te acuestas con ese viejo…? —preguntó Liam sorprendido mientras arrancaba y ponía rumbo al Peter Lugers Steakhouse, el restaurante donde Angus les había invitado a comer.

—¡No, joder! Es una forma de hablar. Es un contacto, nada más —Greg se cruzó de brazos—. Resulta que ahora Thomas es un patriota…

Semper fidelis.

—¡Claro que sí! Estas rarísimo… —Greg miró a Liam a través del espejo retrovisor—. Todos lo estáis.

—No sé de qué me hablas.

—¡Oíd! Annie está… ida, eso cuando no parece una militante del sufragio femenino. ¡Y Jacob está borracho todo el día! He estado varios años pateándome las calles, buscando noticias para el Baltimore Xtrange. Cuanto más turbulentas mejor, lo que hacía que tratase con mucha gente… “alterada”. Muchos estaban locos, creía que eran las drogas pero, ahora sé que hay cosas que te pueden volver loco…

—No sé de qué me hablas —repitió Liam sonriendo.

—El caso es… que me da igual, ¿vale? Sois mis amigos, sois los Finns, y os quiero. Pondría mi vida en vuestras manos sin pensarlo…

Thomas se abrazó a si mismo en su asiento y miró por la ventana.

—Si queréis hablar conmigo. De lo que sea…

—A mi no me pasa nada, Greg —espetó Liam rápidamente.

—¡A mi no me vengas con milongas, Liam!

—¡Simplemente estoy feliz de volver a encontrarme con vosotros!

—¡Venga ya!

—Esa actitud tuya es lo único raro, Greg —dijo Thomas—. Desconfías de tus amigos e incumples tu palabra con el gobierno para… ¿para qué? ¿Qué te ha reportado tu libro?

—La gente lo sabe.

—¡A saber qué gente!— contestó el militar—. ¿El tipejo ese con el qué te has reunido y cuantos más? A mí me han retirado del servicio activo y me aburro, sí, pero tengo una pensión completa de por vida, un ascenso militar y una casa. ¡Y Liam tuvo dinero suficiente para montar su propio negocio!

—El mundo necesita saberlo —continuó Greg.

—El mundo no nos ha pagado dos mil dólares — dijo Liam sonriente.

—¡Al mundo le da igual lo que pasa, Greg! —contestó Thomas—. Sólo quieren comer hamburguesas y que les toque la lotería.

—¿Entonces qué haces aquí, ahora, con nosotros?

—Tú no eres el mundo, Greg —atajó Thomas mirando los rostros, rostros normales, de los ciudadanos de la ciudad—. Como has dicho eres mi amigo, un Finn. Y si has puesto tu vida en mis manos, la voy a proteger.